jueves, 8 de noviembre de 2007

LA ARAUCANÍA Y LA REPUBLICA ( 1818-1930)




Desde los inicios de la vida republicana, 1818, Chile evidenció la necesidad de contar con una cartografía que le permitiera establecer las dimensiones del territorio que había heredado de su vida colonial, tanto en lo referente a su espacio marítimo como al continental. Esta necesidad no sólo respondía a tomar un conocimiento lo más exhaustivo posible de su forma y extensión sino que para poder establecer el potencial de sus recursos con el propósito de lograr una eficiente administración.

En 1823, el ministro del interior Mariano Egaña se interesó por la idea de crear una academia náutica, que entre sus misiones tendría el levantar una carta de todas las costas de Chile, teniendo en consideración que no se disponía de una obra de esta naturaleza. Pero, mientras tanto, en Europa era cada vez más habitual la publicación de cartas náuticas de estas partes del mundo y los levantamientos hidrográficos en esta parte del mundo habían alcanzado un notable nivel. En lo concerniente al territorio chileno, el hidrógrafo inglés Norie publicó en los años 1822 y 1824, cartas náuticas correspondientes a la región austral y central de Chile. En el año 1843 se publicó por parte del Ministerio de Marina de Chile una carta de gran parte del litoral chileno titulada, Carta incompleta de la costa de Chile, gracias al trabajo realizado por el hidrógrafo inglés Roberto Fitz Roy en 1835 a bordo del buque de Su Majestad Británica Beagle.

Sólo a mediados del siglo XIX los trabajos de los hidrógrafos chilenos van adquiriendo cierta significación, en especial cuando se inician los levantamientos en el litoral de las provincias de Llanquihue y posteriormente en la de Arauco. En 1874 se funda mediante Decreto Supremo la Oficina Hidrográfica, anexada al Ministerio de Marina. Entre los objetivos que debía cumplir, se le entregaba la misión de publicar cartas hidrográficas y efectuar su correspondiente distribución entre las naves de la armada y oficinas marítimas, además se le encomendaba la publicación del Anuario Hidrográfico de la Marina de Chile. Destaca la labor de don Francisco Vidal Gormaz quien como director, dio un especial impulso a la Oficina y al Anuario.




Ocupación de la Araucanía (1860-1883)


El fin de la autonomía territorial mapuche
Luego de la
Independencia de Chile (1818), la zona sur se encontraba en una situación muy distinta a la del territorio de la zona central. Los bandoleros y montoneros, grupos de soldados prófugos, asolaban las haciendas mostrando la debilidad de las autoridades de la zona. Sumado a esto, los dirigentes de la ciudad de Concepción se rebelaron en contra de las autoridades centrales en 1851 y 1859. Los distintos grupos mapuche; costinos, pehuenches, abajinos y arribanos, se vieron forzados a tomar posición frente a estos cambios para mantener sus intereses, tal como lo hicieron durante la Colonia. Por ello, no es de extrañar que apoyaran las revoluciones de 1851 y 1859 en beneficio propio. Otro fenómeno presente fue la colonización de tierras agrícolas en la Araucanía, debido al auge cerealero iniciado por la fiebre de oro en California en 1848. Este proceso se caracterizó por el gran número de estafas a tribus mapuche y por diversos conflictos de convivencia entre éstos y los colonos. El Gobierno central consideró como prioridad la ocupación y asentamiento de la zona de la Araucanía, pasando a ser un tema de debate en el país. En 1861, Cornelio Saavedra propuso un plan de “pacificación” que consistió en construir una línea de fortificación por el río Malleco modificando la frontera que tradicionalmente llegaba hasta el Bio-Bio. Dicho proyecto no estuvo exento de conflictos, incluso al interior de las mismas autoridades chilenas; sin embargo, para la mayoría, el progreso del país -entendido como colonización y desarrollo industrial-, necesariamente pasaba por el sometimiento de las distintas tribus mapuche. La aparición del francés Orellie Antoine en 1861, quien se proclamó “Rey de la Araucanía”, dio nuevos argumentos para la ocupación; hizo temer una eventual alianza de Francia con las tribus mapuche. Cornelio Saavedra inició la campaña de 1862 fortificando Mulchén, Negrete, Angol y Lebu. Los grupos indígenas rápidamente se dieron cuenta de las consecuencias de la penetración chilena. Mientras las tribus arribanas y abajinas se decidieron por la resistencia, los pehuenches y costinos formaron alianzas con las autoridades chilenas. Se inició entonces, entre 1867 y 1869, la segunda campaña de Saavedra donde las tropas chilenas se enfrentaron en una violenta guerra con las tribus arribanas bajo el mando del cacique Quilapán. Las prácticas de destrucción de siembras y de aldeas fueron una política declarada del comandante José Manuel Pinto. Tras los primeros acuerdos de paz, en 1870, Saavedra quiso continuar con la siguiente etapa de expansión buscando unir Toltén con Villarrica y así rodear los territorios mapuche. El fracaso en esta etapa del plan, obligó a las autoridades a reconsiderar la estrategia, por lo tanto se optó por consolidar la ocupación de los territorios hasta el río Malleco. Esta decisión fue clave para las campañas posteriores del Ejército de la Frontera, pues permitió una mejor preparación logística gracias al uso del telégrafo y del ferrocarril. De esta manera, tras diez años de tregua, se iniciaron las últimas campañas de ocupación bajo el mando de Gregorio Urrutia y el Ministro Manuel Recabarren, buscando consolidar la línea del río Cautín. A pesar del alzamiento general de los mapuche en 1881, el ejército chileno finalizó su campaña simbolizada en la ocupación y reconstrucción de Villarrica en 1883.
LA COLONIZACIÓN DE LA ARAUCANÍA.

Dentro de la gran cantidad de errores que la legislación chilena ha cometido en las últimas décadas en relación con variadas materias de orden social y de interés nacional, en 1993 vería la luz la llamada Ley Indígena. La promesa de promulgarla algún día había sido la forma en que la Concertación se había garantizado muchos votos indígenas a partir de acuerdos del año 1989, celebrados con algunas comunidades.
Con todas sus buenas intenciones aparte, la nueva ley inmovilizaba la llamada "propiedad indígena" con el propósito de proteger a las comunidades indígenas del peligro de perder sus tierras "ancestrales", lo que resulta en un problema político y más que en la altura de un tema nacional, de fondo, pues estimulaba la expectativa de ciertos grupos indígenas por conseguir plena autonomía y autodeterminación territorial, algo imposible en el concepto de unidad del Estado-Nación, por mucho que moleste el término. También se prestó para posteriores escándalos de corrupción, como sabemos, que involucraran a la Corporación de Desarrollo Indígena precisamente con los dineros de los grupos humanos identificados como los más pobres de Chile, es decir, los propios indígenas.
Se recordará que en aquellos años se vivía aún un fuerte debate histórico a nivel mundial como consecuencia del aniversario 500 del Descubrimiento (o Redescubrimiento) de América, celebrado en 1992, con todo el costo humano que esto trajo a las etnias nativas del territorio americano durante la Conquista del mismo, por lo que no extrañan estos intentos por dar gestos de "reparación" y "reivindicación". Si a este sentimiento sumamos el interés que existían también en el Gobierno de Patricio Aylwin Azócar por lucirse ante la comunidad internacional como una administración humanitaria y tolerante, para establecer sus diferencias con la imagen que se atribuía al Gobierno Militar, el inmediatismo y la precipitación de las decisiones se multiplicaron exponencialmente.
En tanto, los vínculos de mapuches chilenos con correligionarios canadienses (a través de las Universidades de Colombia Británica y de Regina) se mantuvieron en progresión durante aquel mismo período de tiempo. La ley fue celebrada por todos no tanto en su efecto instantáneo, sino más bien por las puertas que podía dejar abiertas.
La peligrosa bomba de tiempo quedó instalada casi seis años, aunque no en silencio, pues connotados políticos y académicos vinculados a la izquierda chilena mantuvieron viva la hoguera del debate sobre el sometimiento indígena desde el Quinto Centenario (ver más abajo) y azuzaron a las comunidades indígenas a adherir a corrientes políticas de corte "progresista" para canalizar sus propias demandas.
Azuzado por sensiblerías falsamente humanistas que están de moda y por el discurso "políticamente correcto" que tanto gusta a las pacatas y menos escrupulosas autoridades, la cruzada "indigenista" alcanzó rápidamente niveles de aceptabilidad y difusión amparándose en los dogmas de la "Raza Originaria" y de los "derechos ancestrales" para mantener y fomentar el estado de un Apartheid benevolente "políticamente correcto" para el pueblo mapuche y, por extensión del cortapizza, para todas las llamadas "minorías étnicas". Los mitos "indigenistas" pasan por suponer que las comunidades indígenas serían "puras" racialmente hablando, cosa impensable si reparamos que en el siglo XVII los cronistas ya describían el mestizaje con españoles o entre los propios indígenas a tal punto que resultaba muy difícil encontrar indios "puros", salvo en lugares apartadísimos del territorio. Obviamente, en tres siglos la situación difícilmente podría mejorar si no es para revolver más aún el mestizaje, por lo que los araucanos que actualmente se identifican con el pueblo mapuche, a estas alturas, sólo son mestizos con predominio de elemento indígena, pero mestizos al fin y al cabo, como el elemento dominante del resto de toda la población nacional. Esto se confirma en el hecho de que muchos de los miembros activos de las comunidades alzadas de indígenas del Sur de Chile se han cambiado sus apellidos a pseudónimos o han hecho prevalecer el apellido de origen mapudungún en alguno de sus ancestros, a pesar de que no son indígenas e incluso algunos marcharon desde ciudades para incorporarse al estilo de vida de esos grupos asumiendo "chapas" con nombres de origen indígena.
La fiebre por el "Bicentenario", para la celebración de los 200 años de la Independencia de Chile, tiene mucho de este sentido oblicuo y poco riguroso del discurso "políticamente correcto", al presentar a Chile como una nación cuya historia propia comienza sólo en 1810, arrojando por la borda siglos de historia y de formación nacional que comienza, cuanto menos, con la llegada de Pedro de Valdivia a sus territorios por ahí por el 1541.

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